Cuba: marxismo y soberanía*

Empecemos por la obviedad: defender al individuo concreto —o, al menos, al ciudadano real de carne y hueso— por encima de las abstracciones y de los símbolos rituales es el único modo de preservarse de los nacionalismos patrioteros, las dictaduras clasistas y las ideologías totalitarias. Está claro que el reclamo mambí de una “Cuba libre” es insuficiente; también —y más bien— lo que necesitamos es un cubano libre. Ningún mérito histórico cabría esperar de una revolución que no trasciende el ideario de sus rebeldes ancestros, quedándose atascada durante medio siglo en la aparente solución de un problema —la soberanía nacional— que parece superado por las propias condiciones del mundo actual.

Por otra parte, la soberanía no es más que una expresión de libertad formal. El hecho de que todos seamos libres no significa todavía que lo sea cada uno de nosotros; el hecho de que una nación sea soberana no garantiza que lo sea cada uno de sus ciudadanos. La libertad real sólo se alcanza cuando se refiere e involucra a la persona en su integridad, ni siquiera a las facetas abstractas de su existencia. En otras palabras, incluso a nivel de individuo, libre sólo puede ser Juan Pérez y no sus representaciones como roles que él desempeña en la familia y en la sociedad (médico, cederista, militante, obrero, intelectual, militar, deportista, delegado y, también, ciudadano, entre otros) tan proclives todos a la manipulación y al control. Una realidad globalizada requiere de una mentalidad postnacional. Pensar en términos postcoloniales en un mundo postmoderno es algo que tiene más de quijotesco que de revolucionario. Así, el proyecto castro-marxista de una sola Revolución naufragó en medio del camino que conduce de la soberanía a la libertad.

En semejante contexto vale la pena reflexionar sobre la reforma de la enseñanza en Cuba. Pudiera decirse que a los Padres Fundadores (Caballero, Varela, Luz) los guió un sentimiento postcolonial. El mérito de estos grandes maestros no debe buscarse en la enseñanza de la filosofía, y mucho menos en la reforma de la filosofía, tarea para la cual no estaban capacitados. Su gran legado a la cultura nacional fue la reforma de la enseñanza, con especial atención a la filosofía. Una deliberada distorsión posterior los convirtió de maestros en filósofos, para articular una pseudo tradición de pensamiento filosófico cubano. Así, las tendencias positivistas de estos Padres Fundadores —que luego cristalizaron en Varona— se reinterpretaron “a la soviética”: los educadores se convirtieron en “demócratas revolucionarios” y fueron acoplados directamente al marxismo republicano tardío, con el propósito de inventar una tradición que legitimara la irrupción en la Cuba revolucionaria del marxismo soviético.

En lo que a la reforma de la enseñanza de la filosofía se refiere, desde el presbítero Varela no se ha retrocedido, pero tampoco se ha adelantado un paso. En nuestras universidades, la escolástica marxista sustituyó a la escolástica medieval y los brotes antimanualescos y antidogmáticos que hoy se observan no van más allá de las propuestas de Varela y de Luz en su época.

Probablemente, el rescate de la tradición reformista en la enseñanza no sea factible sin un criterio postnacional, donde la ideología marxista quede reducida a una simple opción. Por ahora, el marxismo mantiene la dimensión de pensamiento único y sigue determinando una educación doctrinal y apologética. Por eso el laicismo de nuestra educación es bastante sui géneris: no se gana mucho con separar la Iglesia del Estado si este último asume funciones de naturaleza religiosa.

Aprovecho la ocasión para advertir del peligro que puede representar a estas alturas las reacciones de los propios marxistas de corte estalinista contra el manualismo, el dogmatismo y otras posturas que entre ellos mismos germinaron. No promueven de tal modo más que una falsa imagen crítica, ya que su extemporaneidad es, en realidad, conservadora. Es curioso, en las instituciones cubanas se fomenta hoy una crítica que no sólo es orientada desde arriba, sino que responde a la realidad vivida en los años 70. El resultado es que la propia crítica enmascara la realidad presente, legitimando el status quo. Por eso, en lugar de cambios, yo he preferido hablar de maniobras raulistas.

Tampoco representa una solución real la conversión de los otrora marxistas soviéticos al “marxismo postmoderno”. El marxismo y el pensamiento postmoderno pueden llegar a coquetear pero, en el fondo, son incompatibles. Un marxismo postmoderno es una contradicción en los términos, pues la postmodernidad es, en buena medida, postmarxista. No se olvide que una de las dos condiciones de partida del pensamiento postmoderno es —según J-F Lyotard— la incredulidad con respecto al metarrelato de emancipación, es decir, al marxismo. Una buena parte de los académicos cubanos cree haber encontrado una solución al vacío retórico que dejó la extinción del marxismo soviético refugiándose en el marxismo occidental, antes vilipendiado por ellos mismos y acusado de revisionismo, siguiendo las directivas de Moscú. Semejante reciclaje de la escuela de Frankfurt los hace anclarse, en cambio, a una modernidad preglobalizada y con herramientas conceptuales obsoletas como pueden ser las del freudomarxismo.

¿Qué posibilidades puede tener todavía el marxismo dentro de la cultura cubana? Yo diría que hoy es un espectro, que irá languideciendo cada día un poco más. No veo que en las condiciones de la Cuba actual el marxismo pueda aportar algo culturalmente significativo, sino que actúa, antes bien, como un lastre. Pudiera afirmarse, parafraseando a Ortega, que lo que tiene de bueno el marxismo cubano es lo que tiene de cubano, no lo que tiene de marxista. Y no se tome esto como una manifestación de nacionalismo, sino como el reconocimiento que el marxismo no sólo es ajeno a nuestra cultura, sino que hasta nos impide comprender lo que sucede hoy a nivel planetario. Por consiguiente, nos las arreglamos mejor sin él. Se avecinan tiempos en que se volatilizará totalmente de nuestras vidas y de nuestras mentes, producto del rechazo natural que experimenta cualquier cuerpo social ante el pensamiento único, sobre todo cuando se trata de dosis tan altas y sostenidas.

Al mismo tiempo, no debemos confiar en que el marxismo sea tan sólo una ilusión sin porvenir. Hegel dejó bien claro que todo lo que es llevado hasta su extremo se transforma en su contrario. Cabe esperar que sea la magnitud del propio rechazo del marxismo la que genere su consiguiente añoranza en generaciones futuras. Dicho de otro modo, el total olvido, la prolongada ausencia y, sobre todo, la demonización a que seguramente se verá sometido, crearán las condiciones para que florezca de nuevo.

* Este texto es una adaptación de otro aparecido hace unos años en la revista Espacio Laical con el título “El porvenir de una ilusión”.