Rafael Alcides: Carta a los jóvenes cubanos

¨…estos previsibles ejemplares del pasado viven fijos en un tiempo que ya pasó, obsesión que por regla suele crear una lastimosa incomunicación¨
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La Habana, 15 de diciembre del año 2013

Queridos: aprovechando que he cumplido ochenta años, lo que según la tradición vendría a ser como graduarse de sabio con honores y pergamino de académico de número, Ailer y Antonio me pusieron en el compromiso de escribir algunos consejos para la revista Cuadernos para la Transición de Estado de SATS. En principio, sonreí. ¿Consejos, dar consejos yo?, me dije, ¿ahora?
Y digo ¿ahora?, porque hubo un tiempo en que sí estuve en capacidad de dar consejos. Y muchos, por cierto, y muy valiosos, como después se verá. Esto fue cuando yo era joven. Pero en ese tiempo, ni aun los jóvenes me habrían tomado en serio puesto que ellos también vivían en el error, en el craso error de creer que de los viejos se podía aprender.
A la vista, sin embargo, está. Fuera de arrugas y dolores físicos o no aquí y allá, qué podrían enseñar los viejos, esos fabulosos ejemplares del pasado, a quienes por jóvenes poseen grado de maestros, de doctores, de sabios de verdad desde antes que les saliera el bigote. Incluso podría decirse de ellos que nacieron sabiendo y decir además que el mundo en que vivimos lo han hecho los jóvenes. Estúdienlo. Abran los libros. Empiecen por observar que Dios no hizo viejos, hizo jóvenes. Jóvenes para que tuvieran hijos y para que de generación en generación siguieran completando la obra de la Creación, actualizándola, llevándola más allá de donde la dejaran quienes envejecieron.

Estos, si héroes y muertos ya, muy útiles serán de retrato en la pared para presumir de ellos y a la vez como un desafío. Si por el contrario, vivos todavía, entonces con mucho respeto, cornetas y tambores llegado el caso, al portal con ellos, al portal, o mejor aún: al patio de la casa, allá bien al fondo, y allí de pijama y pantuflas dejarlos dándose sillón en silencio.

Y aquí, permítaseme una aclaración de orden, pues me parece estar oyendo decir por ahí con toda razón: “Empezó este otro viejo diciendo que los viejos no estaban autorizados a dar consejos, y mírenlo ahí, desdiciéndose”. No es así. No es así. Estos consejos no son de ahora, son los que me daba a mí mismo cuando por joven podía permitirme ese derecho. Años después, cuando cumplí 60, los resumí en una hoja doblada por la mitad titulada Contradiscurso (*) impresa y distribuida por las jóvenes funcionarias del Instituto Provincial del Libro de La Habana entre quienes me acompañaban en aquel muy íntimo aniversario.
Venía yo diciendo de los viejos héroes vivos: ponerlos de pijama y pantuflas a darse sillón en el patio o en el portal de la casa, porque estos previsibles ejemplares del pasado viven fijos en un tiempo que ya pasó, obsesión que por regla suele crear una lastimosa incomunicación. Y si amén de esta calamidad tuvieren poder esos ancianos, entonces a correr, a correr, jóvenes usurpados, a correr, a huir en grupo o a la desbandada, pero huir, huir, ponerse a salvo debajo de una piedra o haciéndose invisibles mediante prácticas de vudú, pero huir, huir entonces. Jamás detenerse a escucharles pensando que armados de la enorme experiencia que dirían tener puedan en un momento de crisis salvar al país. ¿Cuál experiencia? ¿Y para qué? Ni la historia ni el río de Heráclito se repiten, jóvenes que podrían incluso poner la Tierra a girar al revés con solo unirse tomados de las manos.

(*) Hoja cuyo texto copio en esta nota al pie a fin de demostrar que, aunque lo pareciera, no había olvidado darme mi lugar de viejo.

CONTRADISCURSO

Queridos amigos,
distinguido público,
damas y caballeros:

Me gustaría complaceros y hacer un discurso de atardeceres y despedidas, con peces y gaviotas que explicaran la carestía de la vida, el engaño, la tristeza, el misterio de los trenes que se atrasan y las cartas que no llegan, los crepúsculos fallidos, el error de las señoras que se tiñen el pelo para parecerse a la mujer perfecta, y el de los amigos que se van de viaje (¿huyendo de qué?) en una botella que nunca llegará demasiado lejos; un discurso como nunca se ha hecho otro: azul y morado, con palabras perfumadas y bellas como tigres, un discurso en el que tanto pueda hallarse el calendario de los grandes días por venir en la vida de cada cual como felices recomendaciones para conservar la juventud y la belleza (que yo mismo no he sabido conservar); un discurso que fuera una moneda de valor universal, una flauta, un barco, un talismán para protegerse del dolor y de la muerte y vivir inmersos en una playa lenta donde nunca se pusiera el amor; un discurso, en fin, con todos los secretos de los cielos y la tierra.
Me gustaría, mucho me gustaría hacer ese discurso y que mañana lo elogiaran los periódicos. Pero he atardecido, he cumplido sesenta años (muy en contra de mi voluntad), ¿y para qué engañarnos, señoras y señores? Igual que el dinero, el jabón y la ingenuidad (la pobrecita ingenuidad de un día, cuando todavía creíamos), también las palabras del orador se gastan, se mellan, pierden brillo, propiedades mágicas; por más que duela o avergüence también las palabras envejecen, y so pena de reiterarse, cuando un hombre ha cumplido sesenta años debiera honestamente dedicarse a oír (y leer) a los jóvenes.
Como diligencias o globos aerostáticos cuando llegaron el ferrocarril y los aviones del susto, sus palabras de otro tiempo (tal vez muy útiles entonces) no tienen ya utilidad. Ni la tienen para los jóvenes, que en él verán a un ser del pasado ―ese planeta extraño donde ellos nunca estuvieron— ni la tendrán para él que ahora vive en el mundo de los jóvenes ―ese planeta extraño que él nunca (jamás) logrará entender.
Y resumiendo, habitantes del laberinto y la esperanza que de mí aguardabais hoy un discurso que se recordara dentro de un siglo: cuando un hombre ha cumplido sesenta años debiera al menos tener sentido común y callarse.

Rafael Alcides
(1993)

Publicado originalmente en Cuadernos para la Transición II