Hay una parte de los cubanos de la Isla ―no viene al caso si mayoritaria, pero, en mi opinión, la más interesante― que de una u otra forma apuesta por una Cuba postnacional. Hay también una parte de los cubanos exiliados ―tampoco importa si minoritaria, aunque seguramente la menos interesante― que sueña con una Cuba mambisa. Y no se piense en términos generacionales. Digo esto por el contraste tan agudo que resulta de esa actual emigración “económica” y la desconfianza-rencor-odio con que la misma es recibida por algunos de sus “anfitriones” de Miami. Si solo fuéramos a reparar en estas dos fracciones de la cubanidad, cabría decir que son los primeros los que exhiben una mentalidad más avanzada ―y acorde con los tiempos que corren― que aquellos que creen que el acceso a la información por sí mismo les confiere alguna ventaja adicional y que la libertad, per se, lo es todo. Este último fragmento del exilio parece no ver que el tener esos medios a su disposición no los hace mejores, el problema, en cualquier caso, sería darle un uso bueno y eficiente. Tampoco la libertad que se goza del lado de acá nos hace libres si no sabemos estar a su altura. A no pocos exiliados les sucede lo que al prófugo de Hegel. «El que escapa ―sentenciaba el filósofo― todavía no es libre, ya que su libertad está condicionada por aquello de cual huye». Y es esta la gran paradoja que observo desde la otra orilla. Al menos internamente, son más libres muchos de los que llegan de la Isla que muchos de los que han permanecido aquí, dominados por el mismo esquema de pensamiento que los enfermó en Cuba y que ya no alcanzan a trascender aun en condiciones de libertad. Mucha de esa gente que llega de la Isla es postcastrista, mientras que los que los repudian desde el otro lado del estrecho de la Florida son otros mambises-rebeldes queriendo hacer otra revolución. Han quedado atrapados en el dilema castrismo/anticastrismo que tiene en ellos la fuerza de un paradigma, al estilo de Kuhn. Valdría la pena proponer para este caso un nuevo término, porque en verdad son «contracastristas»1, qué duda cabe, pero castristas al fin.
Cada día llega también a Estados Unidos, junto a personas no muy gratas, lo mejor de Cuba. Y estoy pensando (aunque no son solo ellos) en jóvenes excelentes, de buena familia, con un más que satisfactorio nivel de instrucción, con ambiciones, espíritu competitivo aunque fuere en ciernes. Muchach@s graduad@s de escuelas vocacionales, estudiantes universitarios que ―a pesar del deterioro de la educación en las dos últimas décadas― se han procurado individualmente una elevada cultura, en el más amplio sentido del término. Son gente despolitizada, desideologizada, llenos de expectativas y de muchos deseos de trabajar y de salir adelante. Esa juventud nació ya en la era digital y el acceso que se procura ―ilegal, las más de las veces cuando se trata de Internet― a las nuevas tecnologías lo ha sabido aprovechar muy bien no solo para informarse sobre el mundo, sino para dotarse de una visión de futuro que, al llevarla a otras tierras, se estrella contra una coraza de sospechas y devaluaciones proveniente de un contracastrismo (que incluye no solo y no tanto a las históricas generaciones como a parte de las nuevas y no tan nuevas) y que todavía piensa y actúa en términos ideológicos y patrioteros. En un verdadero rito de iniciación los emigrantes son forzados a definirse, obligados a adoptar la ideología anticastrista, a declarase de un modo u otro comprometidos con la Causa del Exilio. O sea, el mismo perro con diferente collar, para no decir, la misma mierda. Pero es que si ya en Cuba los recién llegados habían superado esta manera de pensar ¿por qué tendrían fuera de ella que desandar sus pasos?
En mi opinión, que solo pretendo expresarla, el contracastrismo se ha vuelto un boomerang. Lejos de ayudar está entorpeciendo la solución del problema cubano. Solo hay que comparar las actitudes: Raúl Castro llama con tono “conciliatorio” emigración económica a los que abandonan el país, además pretende modificar la política migratoria para conservar el capital humano y los cerebros que pierde la nación día tras día. En contraste, la contraparte combatiente del exilio tiende a descalificar a los recién llegados, los acusa de castristas (cuando no de agentes de la Seguridad del Estado), los tilda de pendejos e, incluso, intenta implementar iniciativas, como la del congresista Rivera ―quien coincide plenamente con el presidente cubano en cuanto al carácter económico de la emigración― encaminadas a perjudicarlos. Está claro que, aunque la razón histórica asista al segundo, en este caso el dic. Raúl actúa de un modo sopesado e inteligente, mientras que el rep. Rivera hace gala, innecesariamente, de una cierta torpeza al descalificar a la emigración y meterla en un mismo saco junto a los beneficios del régimen. Semejantes visiones unilaterales y tendenciosas no tienen justificación. En qué quedamos ¿Cuba está aislada? ¿Cuba necesita acceso a la información? ¿Y cómo se le va a proporcionar si no mediante el contacto? ¿Quién no sabe que el país comenzó a cambiar, por la dirección del anticastrismo, justo con-y-a partir de los viajes de la Comunidad Cubana? ¿Quién no sabe que el problema cubano ―en términos de pérdida del control social por parte del gobierno― depende más de una apertura informativa que de la apertura económica? Si Rivera hubiese implementado una ley para que los cubanoamericanos financiaran el acceso a Internet de sus familiares, tal vez Alan Gross no estaría preso y el régimen, seguramente, habría entrado en resonancia. Y aunque se trate de una aseveración hipotética, todos sabemos que en Cuba si se tiene dólares, se tiene Internet2. Por otra parte, no importa cuánto dinero vaya a los Castro si alguna cantidad llega a manos de los que no los quieren en el poder. A estas alturas todo cubano, dentro y fuera de la Isla, debería saber que los regímenes carismáticos de comunismo de guerra alcanzan su pico de eficiencia en situaciones de miseria generalizada.
Lo que a todas luces es contraproducente en la propuesta del congresista Rivera es hacer valer la ley, de un modo ilegítimo, por demás, más allá de los marcos para los que fue concebida. La Ley de Ajuste legisla un período preciso de un año y un día, extenderla no es enmendarla, sino violentarla, sobre todo porque si bien se trata de un estatus de refugiado, ese estatus se le otorga ―precisamente en virtud de tal ley― a: any alien who is a native or citizen of Cuba and who has been inspected and admitted or paroled into the United States. Tan es así que algunos, con el aval necesario para solicitar asilo político, desestiman esa posibilidad y se acogen a la Ley de Ajuste.
Es claro que si los emigrantes engañan en la frontera para después regresar a Cuba lo antes posible sin el menor recato, entonces el problema estriba en [regular] la entrada, no en [regular] la salida. Cabe agregar también que, en el supuesto caso que los viajes a Cuba estén dañando el simbolismo (¿?) de la Ley de Ajuste, la enmienda que propone el rep. Rivera erosiona nada menos que los cimientos de la sociedad norteamericana, de su sistema jurídico y de su filosofía política, toda vez que atenta abiertamente contra las libertades individuales. No vale la pena arruinar tanto para rendir tributo a la memoria de sus abuelos. De todo esto resulta un cuadro bastante desalentador, por cuanto volvemos a encontrarnos con la inquietante similitud entre los castristas que gritan porque la disidencia y la oposición son financiadas desde fuera y los contracastristas que lo hacen porque el dinero del exilio está financiando la represión, como si el aumento de la tensión mediante el recrudecimiento de la represión no fuera el objetivo explícito perseguido por el embargo todos estos años. ¿En qué quedamos?
Espero que no se saquen de aquí conclusiones apresuradas con respecto a mi posición ante el embargo. Considero que el gobierno norteamericano no tiene por qué suspenderlo y debería velar por su estricta aplicación, pero, al propio tiempo, no hay por qué eliminar las remesas y los viajes de los “emigrantes-refugiados” a la Isla. Hasta tanto me es conocido, las Regulaciones para el Control de los Activos Cubanos de 1963 contemplan la prohibición a los ciudadanos estadounidenses ―no a los residentes― de viajar a Cuba. El embargo es un asunto de Gobierno, los viajes y las remesas, no. Por otra parte, no hay que perder de vista que la combinación de ambos factores es el único modo de incidir en la realidad cubana. ¿Por qué no ha funcionado el embargo? Es la pregunta del millón. La respuesta, a mi juicio, es simple: porque ninguna de las dos cosas antes mencionadas se ha mantenido con rigor. De manera que no podemos hablar de un muy necesario rescate de la ciudadanía por parte de los exiliados, con el correspondiente aumento del nivel de vida de sus familiares, para contrarrestar los privilegios de los militantes del Partido y de las Fuerzas Armadas ―al tiempo que aquellos ganan en autonomía frente al Estado totalitario― ni tampoco de una presión real ejercida por el gobierno de los Estados Unidos que obligue a negociar al régimen de La Habana. Del desfasaje de ambas situaciones y de su manejo de baja intensidad por parte de las administraciones norteamericanas saca partido el gobierno revolucionario3. Así, pues, dejemos que Obama ponga más interés en el embargo y ocupémonos de las familias no revolucionarias, que de las revolucionarias se encarga Raúl.
La cuestión cubana ni es ni se reduce al dilema castrismo/anticastrismo, sino, antes bien, a la inserción del país en el contexto global una vez conseguida la democracia, a la conversión de una sociedad tradicional cuasi feudal como la nuestra en una sociedad del conocimiento. Por esta misma razón, sería un crimen de lesa política reconducir al país hacia el problema nacional de la soberanía y no hacia el problema individual de la libertad. Lo primero alimenta las reacciones paranoicas y descalificadoras del exilio, pero también este problema de la soberanía es un arma en manos de los ideólogos de la Revolución, pues les permite no solo acusar a sus detractores de anexionistas, al mejor estilo del XIX cubano, sino que el concepto se manipula de tal modo que se desliza como sustituto para llenar los vacíos que deja la extirpación revolucionaria del concepto de libertad.
Quizás esto pueda producir ronchas, pero tengo que confesar que un emigrante, al igual que un ciudadano no revolucionario residente en la Isla, es más valioso para mí que la patria toda. No los tratemos con arrogancia, aprendamos de ellos mientras estén llegando que, en lo que a Cuba toca, traen la verdad incrustada en su piel. El prolongado exilio va tejiendo una imagen totalmente desenfocada de la Isla, en la que el único criterio objetivo que va quedando en pie es la necesidad de poner fin a la Revolución cubana y a su ideología castrista mediante el restablecimiento de la democracia. Fuera de eso, asombra ver cuán desenfocados están ya los mismos que un día llegaron de emigrantes y lo poco que estos comprenden lo que sucede del otro lado.
Tal y como un revolucionario fanático pasea por Vancouver o por Tokio y después regresa a Cuba sin sensibilizarse en lo más mínimo con los logros de las democracias, así el exilio va corroyendo la mente de muchos cubanos que, aun después de visitar la Isla, no entienden a Cuba, no la ven, no saben lo que pasa. Yo he tenido la oportunidad de volar directamente de La Habana a un evento científico en el exterior y de escuchar a cubanólogos disertar sobre una Cuba que no existe, una Cuba que, al menos, no es aquella de la cual yo provengo. Lo mismo se observa en la blogosfera con algunos posts y, sobre todo, con algunos comentaristas cuyas reflexiones ― propias de un zapatero de portal, como diría Hegel― pretenden descalificar cualquier opinión que no encaja en sus angostas, ancestrales y desenfocadas visiones del problema cubano. Una cosa es la información y otra su interpretación. Para lo segundo se requiere de un contexto vivencial, de un horizonte hermenéutico, que la tradición puede facilitar o entorpecer en función del tiempo. De igual modo, para los que residen en la Isla es un serio problema ―o el principal problema― el bloqueo informativo impuesto por el gobierno que los hace ignorar lo que sucede en su propio país. Pero no se confundan las cosas: nadie entiende mejor a Cuba que los que están allí, no traten de aleccionarlos desde sus computadoras, mucho menos se atrevan a juzgarlos. La información todavía no es conocimiento.