¿El redescubrimiento de la cultura?

Intervención de Alexis Jardines en el encuentro de Estado de Sats «Pluralidad ideológica y socialismo en la Cuba actual». (24. 09. 2011).

Gerardo Muñoz (Universidad de La Florida). En varias ocasiones el Prof. Jardines ha yuxtapuesto democracia y socialismo, apelando a la actualidad de la primera. En su última presentación en Estado de Sats, Jardines descartaba la posibilidad de una alternativa socialista, y recurría a palabras como pluralidad, libertad de expresión, derechos individuales, y democracia, para pensar el futuro político cubano. Pero estas palabras que denominan el statu quo neo-liberal de la mayor parte del mundo, ¿no están también hoy en crisis? Si bien el socialismo cubano, en su versión raulista, no es la solución, las experiencias de los 90s en América Latina, por ejemplo, explicitaron la crisis de los mercados y del modelo occidental de la democracia parlamentaria que se apropiaba por nuevos grupos oligárquicos. La pregunta entonces, es doble: Primero, ¿es cierto que no haya nada rescatable del comunismo ―entiéndase esta palabra como idea central de la política en tanto la vida en común― y hasta qué punto nuestra tarea no es justamente pensar conceptos y palabras que no intenten tomar prestadas realidades exteriores, sino que hagan posible un futuro otro de la nación?

Alexis jardines. Hay varias cosas implicadas en tu pregunta y, a mi parecer, solo dos modos de responderla. El primero es el común, que asumiría el reto de contraponer la democracia neoliberal al socialismo y fundamentar las ventajas de la primera sobre el segundo, atendiendo básicamente al tema económico y al de las libertades individuales, los derechos humanos, etc. Por supuesto que ello entrañaría la idea ―a contrapelo de lo que tú afirmas― de aprender de las experiencias ajenas y no desecharlas sin más. Estoy seguro que por esta vía también el socialismo saldría perdiendo ante las democracias liberales. Siguiendo tal razonamiento, te pudiera responder que, aun aceptando el punto de la crisis del modelo neoliberal para América Latina, debemos escoger, como aconseja el viejo adagio, “de los males, el menor”. En fin, que cualquier democracia, por defectuosa que sea, siempre será preferible al totalitarismo comunista.

Sin embargo, hay una segunda manera ―más profunda― de abordar el asunto y creo que no debemos tomar las cosas tan a la tremenda como para buscar refugio en el comunismo cada vez que asoma una crisis neoliberal. Ante todo, debe recordarse que en mi anterior presentación en Estado de Sats yo más bien evadí la contraposición socialismo/democracia, entendiendo el fenómeno de la democracia como la forma específica de gobierno en la modernidad. Allí decía que la democracia es un espectro en cuyos extremos se sitúan el totalitarismo y la democracia neoliberal. Todos los sistemas totalitarios, agregué, surgieron en condiciones de apoyo masivo casi fanático. Por si fuera poco, el colectivismo es el rasgo peculiar de todas las formas de totalitarismo. Por esta segunda vía que se abre en la respuesta a tu pregunta es que se puede abordar la idea que mencionas, relacionada con nuevos conceptos para la Cuba futura. Y esto sí que es un verdadero reto, ya que las ciencias sociales no cuentan con teoría alguna que pueda ayudar aquí. Ya me referí en mi pasada intervención al agotamiento de las teorías del final de la historia (o el fin de las ideologías) y del choque de civilizaciones. No tenemos nada que pueda sustituirlas, como carecemos también de respuesta a la pregunta por la pretensión de universalidad de los valores de las democracias occidentales. ¿Deben tener validez universal los derechos humanos, de manera que rijan por encima de los particularismos étnicos y de las identidades? ¿Es la libertad un valor universal?

I
Comenzaré a desarrollar la respuesta a tu doble pregunta con una afirmación rotunda: no, no hay nada rescatable en el comunismo porque el mismo no pasa de ser una quimera, un ideal que no guarda relación con la vida ni con la estructura de ninguna sociedad concreta. Su fundamento teórico está notablemente envejecido y, lo que es más importante, carece de contexto cultural. El comunismo y el marxismo que lo alimenta son cosas del pasado y, en tal sentido, solo pudieran prender en sociedades de escaso desarrollo económico, político y social (digamos que en el Tercer Mundo). Sin embargo, tampoco aquí les auguro éxito, toda vez que ya está en marcha un proceso globalizador que también los haría superfluos en estas regiones del planeta. Por otra parte, cabría preguntar: ¿realmente el comunismo se puede construir? ¿Quiénes ―con nombres y apellidos― serían los encargados de acometer tal proeza? Y si es una labor impersonal o colectiva, preguntémosle a la clase obrera que, en buena parte del mundo, ha desaparecido ―y seguirá desapareciendo― antes que el Estado, lo cual es una fragrante contradicción en el seno de la teoría marxista. En las sociedades capitalistas más desarrolladas la clase obrera languideció mientras se conservó y fortalecieron tanto el Estado como la clase media y alta. (Nótese que no hablo de burguesía).

La tesis de la extinción del Estado en el comunismo es curiosamente falsa y no solo por la inexistencia de eso que llaman «comunismo», sino porque, a contrapelo de los Estados nacionales, que están perdiendo su protagonismo y sus fronteras producto de la globalización ―y no porque el socialismo haya creado la base técnico-material de su extinción en el comunismo, según plantea la teoría― lo que vino a esfumarse fue el Estado socialista. La parte curiosa de la tesis es que tal extinción, en lugar de conducir al comunismo (re)condujo al capitalismo.

Me resulta vaga la definición del comunismo «como idea central de la política en tanto la vida en común». De todos modos, no creo que deba ser esa la preocupación principal de la política. Más bien quisiera alertar sobre los peligros que entrañan los colectivismos, tanto el marxista como el anarquista. Ya ambos han tenido la posibilidad de probar su eficacia. La implementación de la teoría de Marx derivó hacia el sistema estatista del socialismo real, mientras que las economías libertarias del anarcocomunismo se pusieron a prueba por todo el planeta: América (EE.UU), Europa occidental (España, Inglaterra) y oriental (Ucrania), el Medio Oriente (Iarael) con resultados igualmente desastrosos al margen del Estado.

Recientemente, Emilio Ichikawa ha escrito en su blog, bajo el sugestivo título de «“Socialismo participativo” es una redundancia; “más participativo”, un error», lo siguiente:
Los comunismos política y mentalmente existentes ―como utopías escritas― son diseños sociales de fundamento colectivo. Ellos confían en que es el compromiso unitario de la masa la garantía de que pueda valer, después y dentro de ella, la identidad individual. El dictum más famoso de El manifiesto comunista llama a la “unidad” y pretende un paroxismo “participativo” [1].

Lo curioso es que tales participaciones son muy sospechosas porque en política no hay manera de hacerlas efectivas masivamente, de modo que todo termina ―en lo que al desempeño del poder se refiere― con la mediación de algún(os) representante(s). Así, lo que se entiende por participativo es siempre una u otra forma de representación.

Puede decirse que, históricamente, todo colectivismo ha significado un retroceso y una restauración de la mentalidad feudal («reproducciones modernas del feudalismo», les llamó Peter Berger a los sistemas socialistas del XX). Si reparamos en los ejemplos más ilustrativos de economías libertarias vemos que el problema fundamental que enfrentan semejantes propuestas colectivistas es que no tienen en cuenta el carácter interdependiente de la economía. Entre otras cosas son utópicas porque creen que pueden sobrevivir aisladamente y, digo más, parecen estar dominadas por un deseo reprimido de volver a la pre-modernidad. Ya Antonio Rodiles y yo abordamos, en un encuentro pasado, el tema del pensamiento en red en contraposición al pensamiento estanco (por feudos). Cuando la situación no era tan compleja como la actual todas esas propuestas, ancladas en el modelo feudal, fracasaron (la Tienda del tiempo de Cincinnati y la Colonia Tiempos Modernos en el siglo XIX norteamericano, las colectividades de la Revolución Española de 1936, el Territorio Libre en Ucrania, durante la Revolución majnovista, los kibutz de Israel, para no hablar ya de aquellas comunas originarias de Robert Owen, primero en Inglaterra y después en los EE.UU).

En suma, que el comunismo es irrealizable. Como colectivismo estatista es justo la omnipresencia del Estado su obstáculo principal, como colectivismo anarquista es el vacío de Estado lo que lo hace ser una utopía que jamás triunfaría en una situación de interdependencia económica a nivel planetario, en condiciones de una economía globalizada y compleja, a menos que se produzca un colapso a nivel mundial y la gente se vea arrastrada a comenzar desde el principio a la luz de un nuevo paradigma, pero ya esto no sería el comunismo de Marx, ni ningún corolario suyo. Lo explicaré brevemente.

Comenzaré contrastando algunos planteos básicos de la teoría de Marx con situaciones más actuales. El punto de referencia aquí serán los finales del siglo XX y, particularmente, los años 80, período liberador que ―dentro de un proceso global de expansión de la democracia― no solo trajo la disolución del campo socialista, sino, como se sabe, la Internet, la comercialización a nivel planetario de los teléfonos celulares, el lanzamiento del primer trasbordador espacial, el euro (la primera moneda transnacional), pero, también, en el área de la filosofía política, una teoría que acompañaba todos estos cambios proclamando el fin de la historia ―anunciado por Hegel― con el triunfo definitivo de la democracia neoliberal sobre el socialismo marxista-leninista. Apenas cuatro años después de la aparición del ensayo de Francis Fukuyama «¿El fin de la historia?» Samuel Huntington se hizo sentir con igual fuerza con su célebre trabajo «¿el choque de civilizaciones?». Eran tiempos convulsos y el pensamiento teórico supo estar a la altura de esos cambios. Aunque ambos trabajos constituían propuestas ―y apuntaban a soluciones― diferentes, había un punto que los unía de tal modo que el segundo parecía una extensión natural del primero. Ese punto era la(s) cultura(s). En lo que sigue me esforzaré por ubicar, simplificando al máximo, algunas de las herramientas conceptuales que hoy necesitamos para entender la situación mundial y la de Cuba en particular. La tesis a sostener es la siguiente: el subdesarrollo no es tan siquiera un problema económico, antes bien, las variables del éxito y del fracaso de una sociedad son culturales.

II
El gran aporte filosófico que la tradición soviética le atribuyó a Marx ―y que el propio Marx se atribuyó a sí mismo― fue la inversión materialista de la filosofía hegeliana. Sin embargo, el pensador de Tréveris no se consideraba filósofo y hay que decir que en realidad no lo era. El marxismo no es filosofía, es algo así como una meta sociología o teoría de la historia, es decir, que no es ni historia ni sociología. ¿En qué consistió, pues, ese aporte materialista que parece darse fuera de la filosofía? Primeramente, en situarse fuera de la cadena evolutiva de los principios filosóficos (el Apeiron, el Ente, la Substancia, el Espíritu, etc.) y en plantear una perspectiva sincrónica en la que lo espiritual («formas ideológicas» o «formas de conciencia», según su terminología) terminaba siendo una metamorfosis de las relaciones establecidas entre los hombres en el proceso de producción y reproducción de su vida material. Esto viene a decir que el dato primario son las relaciones materiales de producción, que después pueden transformarse lo mismo en una lata de Campbell´s Soup que en la Novena Sinfonía de Beethoven. Así, las relaciones económicas resultaban ser la base material sobre la que se levantaba una superestructura ideal (jurídica, filosófica, artística, religiosa, etc.). No se puede decir que, para Hegel, la relación era la inversa, pues en su sistema las «formas del espíritu absoluto» (Arte, Religión y Filosofía) figuraban como resultado de la autorrealización de la cultura. Tampoco lo ideal era para el filósofo, como para Marx, «lo material transpuesto y traducido en la cabeza del hombre», sino una relación de representación de naturaleza objetiva. Sobre el redescubrimiento de la objetividad de las formas ideales Hegel justificó la naturaleza espiritual no solo del pensamiento, sino de la propia naturaleza. Marx se apoyó en ello para desentrañar el misterio de la forma Dinero, así como de la forma Mercancía y su fetichismo, pero no avanzó más, quizás por temor a encontrarse a Hegel al final del camino. Sin embargo, cuál fue en definitiva su mérito: el cambio de perspectiva (que hoy pudiéramos llamar, de paradigma). Marx advirtió sagazmente que un principio filosófico más ―fuera el Espíritu, la Materia o el “Rayo Encendido”― no hacía la diferencia, aunque representara la superación de los que le habían precedido. El punto de partida debía ser otro; debían ser los hombres reales dentro de una sociedad concreta. Situándose, sin saberlo, en un perspectiva sincrónica Marx ―también sin saberlo― hizo del hecho antropológico-cultural (que no del material) el dato primario. Su estrecha visión filosófica tampoco le dejó ver claro en el tema de las formas ideológicas o de conciencia que, a todas luces, no se podían explicar desde el punto de vista materialista. Francis Fukuyama, a la altura de 1988, desempolvó el asunto (tan caro al marxismo soviético) apoyándose nada menos que en Max Weber:
[…] en efecto, un tema central de la obra de Weber era probar que, contrariamente a lo que Marx había sostenido, el modo de producción material, lejos de constituir la “base”, era en sí una “superestructura” enraizada en la religión y la cultura, y que para entender el surgimiento del capitalismo moderno y el incentivo de la utilidad debía uno estudiar sus antecedentes en el ámbito del espíritu [2].

Sin embargo:

El peso intelectual del materialismo es tal que ni una sola teoría contemporánea respetable del desarrollo económico aborda seriamente la conciencia y la cultura como la matriz dentro de la cual se forma la conducta económica [3].

La teoría de Fukuyama sobre el final de la historia es de sobra conocida, lo que me dispensa de su exposición aun en los términos más simples. La parte válida, a mi juicio, es que aporta razones para pensar que no se puede entrar al universo cultural tecnológico sin llegar al fin de la historia mediante la democracia neoliberal. Pero el error ―o uno de ellos― es que pretende buscar la explicación de las reformas económicas de los países socialistas en la conciencia de las élites gobernantes, en lugar de hacerlo en la expansión de la Tecnología en tanto forma dominante de la Cultura. Con ello delata que no alcanzó a superar la contraposición de lo material y lo ideal y que bregaba con un deficiente concepto de cultura. «La conducta económica ―dice Fukuyama― está determinada por un estado previo de conciencia». De tal suerte, en su interpretación, las reformas económicas socialistas de los 80 se produjeron como resultado del triunfo de una idea sobre otra [4]. Aunque apunta en la dirección correcta hay demasiado idealismo y cierta vaguedad conceptual en las tesis de Fukuyama.

Según su opinión, en cambio, el error es otro: ««El principal defecto de ¿El final de la historia? se encuentra en el hecho de que la ciencia puede no tener fin, pues rige el proceso histórico, y estamos en la cúspide de una nueva explosión de innovaciones tecnológicas en las ciencias de la vida y en la biotecnología» [5].Aquí se equivocaba de plano, porque entre otras cosas pasa por alto las propias teorías del fin de la Ciencia. En realidad se puede conciliar la idea del fin de la historia con el fin de la Ciencia, para ello me asomaré al concepto de episteme.

III
Lo más valioso, en mi opinión, que nos legó la filosofía clásica (de Platón a Hegel) fue la epistemología constructivista, mientras que el pensamiento posthegeliano tuvo su mayor acierto con los giros lingüístico y culturalista. Lo que Hegel llamara «formas del espíritu absoluto» y que figuraban como la realidad suma en su sistema filosófico los neokantianos lo reinterpretaron como «sistemas culturales» y «formas simbólicas». Así surgió la Filosofía de la Cultura de las escuelas de Baden y Marburgo. Edmund Husserl, por su parte, hizo derivar la fenomenología hacia el terreno epistemológico-cultural, con lo cual el giro culturalista apenas comenzaba. El siglo XX, no en balde, fue llamado el siglo de la antropología. De aquella superficial noción marxista ―que consideraba al arte, la religión, etc., simples reflejos de la base económica― la filosofía se fue acercando cada vez más a la idea de considerarlos la realidad misma. Peter L. Berger dio el paso decisivo con su concepto de universo simbólico aplicado al caso de la religión. Solo había que extender el mismo ―junto con el enfoque constructivista del sociólogo de Boston― también al Rito, al Arte, a la Ciencia y a la Tecnología. Esa fue la jugada de apertura de mi libro El cuerpo y lo otro. Introducción a una teoría general de la cultura.

Por Epistemes, pues, o Formas de la Cultura entiendo el Rito, el Arte, la Religión, la Ciencia y la Tecnología en su papel de: constituidoras de mundos, dadoras de valores, proveedoras de sentido y productoras de relaciones sociales. Pero lo más importante aquí no son estas formas per se, sino: 1) el juego de subordinación y dominio que las caracteriza ―y que nos hace comprender los cambios culturales (y, por extensión, los económicos y políticos)―; 2) así como su naturaleza epistémica, que revela claramente el hecho de ser la historia su producto y no a la inversa, como comúnmente se cree [6]. No es el hombre el que existe en la Historia, sino la Historia en el hombre y, más exactamente, en la Cultura. De la realidad se puede afirmar lo mismo: se construye a golpe de cambios de paradigma en el seno de las formas de la Cultura.

Thomas Kuhn nos dice de su concepto de paradigma: «…el historiador de la ciencia puede sentirse tentado a proclamar que cuando cambian los paradigmas, el mundo mismo cambia con ellos» [7]. Es una idea difícil de asimilar, pero es la correcta y Kuhn, aunque vacila, lo sospecha seriamente: «…me doy cuenta perfectamente de la dificultad creada al decir que…aunque el mundo no cambia con un cambio de paradigma, el científico después trabaja en un mundo diferente. No obstante, estoy convencido de que debemos aprender a interpretar el sentido de enunciados que, por lo menos, se parezcan a esos» [8]. Para mí no hay dificultad alguna en asimilar tesis como estas, solo que muchas cosas que se daban por conocidas en realidad no se comprendían lo suficiente. De Platón a Hegel se puede seguir con claridad el enorme esfuerzo de la filosofía por llegar a la comprensión de la realidad como una construcción del conocimiento (como «conocimiento estructurado», según mi terminología) [9]. La noción de paradigma encierra tres momentos fundamentales. En primer lugar, las soluciones realmente novedosas implican cambios de paradigma y viceversa. Cuando se trabaja dentro de un paradigma el conocimiento se incrementa, pero el verdadero salto de cualidad se da con el cambio. Cuando esto sucede hay que comenzar de cero, pero solo así ―mediante un nuevo paradigma― es que encuentran solución las paradojas que se venían acumulando en el viejo. La acumulación de paradojas conduce a las crisis que, a su vez, provocan el cambio de paradigma. Los paradigmas son productores de realidad, las epistemes ―en cambio― no solo son transhistóricas, sino transreales. Esto último quiere decir que lo que vaya a acreditarse a título de «Realidad» transcurre en el seno de una episteme y condicionado por ella. Lo mismo vale para la Historia. Si los paradigmas (más bien sus cambios) son productores de realidad, las paradojas (antes bien sus soluciones) son productoras de sentido.

Una vez entendido que el hombre es la Cultura y que vive dentro de cada una de sus formas o epistemes produciendo realidades e historias en la medida que se produce a sí mismo, debemos dar un paso más por la comprensión de la realidad. Cuando se dice de esta que es conocimiento estructurado se alude solo a su dimensión virtual, es decir, a una realidad de conocimiento, de la que queda excluida la realidad actual imposible de atrapar en conceptos y teorías, dada su naturaleza no discursiva. Pondré un par de ejemplos. La teoría del Big Bang mañana podría resultar falsa y como consecuencia esa explosión originaría podría no haber tenido nunca lugar. Sin embargo, los científicos reunidos en un salón creando teorías son un hecho indiscutible, más allá que estas últimas resulten verdaderas o falsas. No obstante, el Big Bang es algo más que parte de nuestra concepción del universo; es parte del universo, aunque sepamos que jamás tendremos experiencia actual de semejante fenómeno. Su existencia, en cambio, no pasa de ser un entretejido de cálculos y conceptos científicos. Pero digo más, fuera de la habitación donde ahora escribo el mundo entero existe para mí virtualmente. Me es dado por apresentación (Husserl), como la cara oculta de la Luna. De manera que cuando hablemos de realidad tendremos que ser cuidadosos, porque la realidad es antes bien un entretejido acto-virtual. Donde quiera que miremos no encontraremos las cosas meramente ideales o materiales de las que nos hablaba la metafísica moderna inaugurada por Descartes y que con gusto aceptaron la ciencia y el entendimiento común. Donde quiera que miremos, repito, solo encontraremos correlaciones o configuraciones acto-virtuales que presuponen todas al hombre y a la cultura. Si un simple cenicero usted lo despega de su concepto y de su representación ya sería otra cosa. Ahora bien, sea cual fuere esa otra cosa ―así quede reducida a la sola masa de la física― jamás podría abstraerse de ella al hombre y la cultura. El caso del electrón fue la mejor prueba de ello. Desde este punto de vista carece de sentido cualquier especulación acerca de una civilización posthumana, si por ello se entiende que no es cultural. Todo cuanto es y existe, existe en-y-mediante el hombre. Y en este punto digo lo mismo que Kuhn: sé que es difícil, pero habrá que acostumbrarse a enunciados como estos.

A la luz de la situación actual también el dogma científico de la evolución debe ser tomado con grandes reservas, tal y como se hizo con la idea de progreso. Nunca se debería ir más allá de considerar la evolución conocimiento estructurado, en caso contrario solo nos enredaríamos en paradojas. Nótese que, por hipótesis, se trata de la evolución de las especies, sin embargo, las especies no tienen genes, por lo tanto, no evolucionan. Esa propiedad la tienen solo los individuos, pero de ellos no puede haber teoría [10]. Ya lo decía Aristóteles: de lo particular no hay ciencia. Para concluir este punto pondré un simple ejemplo donde se evidencie de un golpe el carácter acto-virtual de la realidad, la inconsistencia epistemológica de la teoría de la evolución y el a priori cultural.

Hará cuestión de un año, participé en un evento teórico en la Casa Sacerdotal de 25 y Paseo, en el Vedado. Una joven doctora expuso un detallado trabajo ―inspirado sin duda en la teoría de la Eva mitocondrial― en el que ofrecía cifras y porcentajes sobre la mezcla genética de la población cubana. Los datos exactos por supuesto no los recuerdo, pero lo interesante es que la especialista aludía a un altísimo por ciento (un 80, digamos) de “genes caucásicos” en individuos de raza negra y, de igual manera, a un elevado por ciento de “genes africanos” en individuos de raza blanca. Con ello, al parecer, la médico pretendía corroborar el conocido refrán «en Cuba el que no tiene de congo tiene de carabalí». ¿Qué interpretación se le daba ―y se le da― a datos como estos? ¿Qué conclusión se saca de todo ello? Pues, la hipótesis del ancestro africano. Esto significa que nosotros estamos mezclados porque provenimos de un ancestro africano común. Ciencia dixit.

Veamos ahora cómo suceden en realidad las cosas. El punto de partida es la situación de mestizaje, establecida además mediante la interpretación de ciertos símbolos que, a su vez, tienen detrás a individuos reales. La situación de mestizaje es una realidad de orden actual, un hecho constatable con el que podemos interactuar en el espacio físico y en tiempo real. A partir de ella ideamos, en un segundo momento, una hipótesis y, por tanto, una construcción de tipo lógico-explicativo, es decir, una formación discursiva que solo existe en el plano virtual del conocimiento. Nótese ahora lo que llamo inversión de la causalidad: lo que realmente es causa (la situación de mestizaje) termina siendo efecto, mientras el verdadero efecto (el ancestro africano construido) se desliza sutilmente como causa del mestizaje. Ahora la pregunta es: de qué manera hombres reales (los mestizos examinados) pudieron haberse derivado biológicamente de una hipótesis teórica como «el ancestro africano»? La pregunta que se hizo Marx sigue en pie: el punto de partida son, en efecto, los hombres reales (léase, aquellos que tienen carácter de actualidad) los que no pueden resultar sin más producto de su producto (es decir, de las teorías que ellos mismos crean). Sin embargo, esas formaciones discursivas, teorías científicas y todo el colosal edificio de conocimiento estructurado es en realidad parte esencial y constituyente del hombre en particular y de todo el mundo humano. Solo que esto no es materialismo marxista, es filosofía de la cultura [11]. Fukuyama puede estar tranquilo, también Weber.

IV
Lo que define el presente es una paradoja de tipo cultural, a saber: la contradicción universalismo/particularismo. Mientras más se acentúa la homogeneización que acarrea el proceso globalizador más localismo, rebrote de identidades y conflictos étnico-religiosos. Pero también se observan estallidos pacíficos y violentos en países de desarrollo económico desigual ¿Por qué esto es así? Ante todo, conviene no perder de vista que es la Tecnología lo que está detrás de la globalización. Desde la perspectiva diacrónica nada nuevo hay bajo el sol; la Religión, cuando fue la episteme dominante en el Medioevo también hizo lo mismo: evangelizó, convirtió, “cruzó”, excomulgó y un largo etcétera. Tal y como se ve hoy todo sometido a la expansión tecnológica, así también la música, la filosofía, el arte y otro largo etcétera, eran religiosos. Nada había en el Medioevo, ni en el cielo ni en la tierra, que no tuviera la marca de la Religión. Herejes hubo por doquier, pero la Religión dominó y solo la Ciencia (es decir, otra episteme) pudo destronarla. Tratemos de situarnos ahora en una perspectiva sincrónica para hallar la diferencia. En las zonas del Planeta donde hay un proceso de modernización en marcha, es decir, donde la Ciencia ha jugado ya su papel, los paradigmas tecnológicos prenden sin mucha dificultad y todo el problema se reduce al peso de la tradición: corrupción, falta de habilidades, pereza, desacato, insensibilidad ante la ley, etc. En fin, cosas remediables, pero a largo plazo. Es el caso de América Latina, donde lo que no funciona es la democracia latinoamericana (oligarquía criolla) no el neoliberalismo. Ya Vargas Llosa había reparado en la ausencia de una auténtica democracia neoliberal latinoamericana y, en su lugar, hablaba de regímenes burocrático-mercantiles. Es pues un asunto cultural. «De nada vale comparar el fusil con el arco», ha advertido Pierre Clastrés, a lo que yo he agregado que la angustia del subdesarrollo comienza cuando se quiere tener un fusil en un universo de sentido que solo admite el arco. En Occidente, la Religión ―en su situación de subordinada― se ha convertido, como el resto de las Formas de la Cultura, en vehículo de expresión del significado tecnológico. Pero a nivel local, en algunas áreas del Planeta donde todavía es dominante, ofrece una feroz resistencia. Y no es para menos, desde el punto de vista de los que allí habitan, lo que está en juego es la realidad misma, todo un universo de significados, aquello que les delimita el bien del mal y que les dice cómo deben actuar y comportarse, pero, también, lo que les suministra una visión del mundo y le da sentido a sus vidas, en fin: una episteme. En cualquier caso, vale decir que en la dinámica de las Formas de Cultura, siempre hay una dominante y el resto, subordinadas.
Veamos qué opina acerca de esto Slavoj Zizek:
«Como dijo Samuel Huntington, al final de la Guerra Fría, la “cortina de hierro de la ideología” ha sido reemplazada por la “cortina de terciopelo de la cultura”. Esta visión tenebrosa puede parecer lo opuesto a la brillante perspectiva del “fin de la historia” de Francis Fukuyama bajo el aspecto de una democracia liberal global. Quizá, sin embargo, el “choque de civilizaciones” sea “el fin de la historia”, es decir: los conflictos étnico-religiosos son la forma de lucha que le conviene al capitalismo global. En nuestra época de “pospolítica”, en que la administración social llevada a cabo por expertos reemplaza en forma progresiva a la política propiamente dicha, la única fuente de conflictos legítima que queda son las tensiones culturales (étnicas, religiosas)» [12].

En mi opinión Fukuyama y Huntington constituyen dos polos de la misma relación, a saber: la contradicción universalismo (democracia neoliberal global) / particularismo (conflictos étnico-religiosos). La implementación de lo primero y la eliminación de lo segundo dependen del factor cultural. No veo la necesidad que una política tecnocrática alimente sin más los conflictos ni creo tampoco que el “capitalismo global” pueda tener control sobre los mismos. Los conflictos, sin duda, serán ―y son― culturales, pero dependerán de las tensiones que genere la Tecnología en su proceso de expansión como dominante cultural. En cualquier caso, a partir del ensayo de Fukuyama «¿El fin de la historia?» se puede hacer valer la idea que las naciones regidas por una episteme moderna (científica) tienen como meta de su desarrollo político la democracia neoliberal. Sin embargo, esta última parece ser tan solo el punto de partida de aquellas regiones del mundo que habitan una episteme tecnológica y tienen como meta inmediata la «sociedad del conocimiento» (Knowledge based society) en la que el capital y el trabajo han dejado de ser los factores principales del crecimiento, desplazados justamente por el conocimiento. Naturalmente, estas regiones no están exentas de conflicto y es justo en ellas donde la democracia neoliberal da signos de agotamiento.

Como advirtió el historiador Moreno Fraginals Cuba ha perdido 100 años, porque comenzó el siglo XX siendo un país capitalista no desarrollado y lo terminó siendo un país capitalista no desarrollado. Sin embargo, en mi opinión la brecha económica no es un gran obstáculo, pero la cultural sí. A la era post comunista recomiendo entrarle a golpe de neoliberalismo y democracia. Será duro, pero dará resultados a corto y mediano plazos. Después nos estancaremos un poco a causa de los rebrotes de las deformaciones adquiridas en la época castrista, pero, fundamentalmente, por razones de tradición, carácter y nacionalismo. Ese será el momento de sentarnos a pensar qué es lo que le conviene más Cuba. Estoy seguro que la mejor solución para nuestros males ―los presentes y los que vendrán― es un cubano postnacional. De un lado y de otro del estrecho de la Florida: dejemos de una vez a los mambises descansar en paz.

Redescubrir la Cultura no sirve para que los pueblos, etnias, razas, tribus y naciones dejen de atacarse y culparse entre sí, pero, al menos mediante la dinámica de las epistemes se puede saber cuál es la fuente originaria de donde proviene la relatividad de la alegría y de la angustia, de la prosperidad y de la miseria, de los símbolos y de los valores y hasta del propio universo estrellado, aunque con ello se aprenda también la más dramática de las verdades: que el hombre está solo y que en los confines del espacio y del tiempo retumbará por siempre el «¡Elí, Elí. Lamma sabachtani!».
¿Qué sabemos, entonces, actualmente sobre el desarrollo? Sabemos, o deberíamos saber, que el socialismo es un espejismo que no conduce a ninguna parte, excepto a un estancamiento económico, pobreza colectiva y distintos grados de tiranía. También sabemos que el capitalismo ha sido dramáticamente exitoso, si bien en un número limitado de países. Es innecesario decirlo, también sabemos que el capitalismo ha fracasado en una cantidad mayor de casos. Lo que no sabemos es por qué esto es así. Creo que el tema del socialismo debería dejarse de lado ―para bien― en cualquier discusión seria sobre desarrollo; pertenece, si hay que ubicarlo en alguna parte, al campo de la patología política o Ideologiekritik. La pregunta que sí debería ser de candente urgencia (tanto teórica como práctica), es por qué el capitalismo ha tenido éxito en algunos lugares y ha fracasado en otros. ¿Cuáles son las variables del éxito o el fracaso? Esa es la pregunta crucial [13].

Bibliografía:

1) Emilio Ichikawa: «“Socialismo participativo” es una redundancia; “más participativo”, un error», en: Blog de Emilio Ichikawa, septiembre 22, 2011 – 10:30 am.
2) Francis Fukuyama: «¿El fin de la historia?», en pdf, p. 12.
3) Ibídem, p.13.
4) Ob. cit.
5) Francis Fukuyama: «Pensando sobre el fin de la historia diez años después».
6) Véase al respecto el epígrafe «El sujeto atascado en la Historia» de mi libro El cuerpo y lo otro. Introducción a una teoría general de la cultura. Ed, cit.
7) Thomas Kuhn: La estructura de las revoluciones científicas. Fondo de Cultura Económica, Méx., 2004.
8) Idem.
9) Véase al respecto mi libro Los afanes del yo. Aproximación al estudio de la realidad epistemológicamente estructurada. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2005.
10) Véase al respecto, Alexis jardines; Ariel Pérez; Antonio Correa: Qué somos y de dónde venimos. El dilema creación/evolución. (Copyright material).
11) He aquí mi definición de Cultura: «La Cultura es alteración. Cualquier alteración de la naturaleza, incluida la humana, es Cultura. Sólo que en la naturaleza humana se da el peculiarísimo caso de que su alteración parece ser un ensimismamiento. Por eso la Cultura es, tanto creación de formas (esto es, del colosal mundo de los objetos —reales y virtuales— por los que debemos entender artefactos, instrumentos, enseres, técnicas, valores, ideas, mercancías, teorías, etc.) como lo que los alemanes llaman «Bildung» (formación del espíritu, ilustración, educación) es decir, adquisición, apropiación de esas formas. En síntesis, podemos decir que la Cultura es creación y apropiación de la forma». (Alexis jardines: El cuerpo y lo otro. Introducción a una teoría general de la cultura. Ed.cit., p. 25).
12) Slavoj Žižek: «El choque de civilizaciones en el fin de la historia», en: www.elortiba.org (Diciembre 2006).
13) Peter L. Berger: «Underdevelopment Revisited», publicado originalmente por la revista Commentary, en julio de 1984.